martes, 24 de junio de 2008

Noveno Pergamino - La Hidra (Capítulo cinco)

Han pasado algunos meses y no me repongo al dolor de estar en una casa de asistencia del Cáncer. Aturdido, golpeado. Fui víctima del asalto que nuestro volador sufriera poco antes de llegar a Londo. Una ninfa me ha contado que algunos no salieron con suerte y que fui uno de los pocos rescatados. Ella va y viene sin pausa asistiendo a cuanto enfermo veo aquí. No es común ya ver en la Gaia a una hija de la naturaleza. Algunas se quedaron refugiadas en la Selene después del holocausto.

Recién me levanté. En Londo también utilizan las tres esferas del sol para medir el tiempo y me ayudaron a levantarme. El diseño es diferente porque son más pequeñas y cada una de ellas cabrían perfectamente en mi mano; su brillo es más suave (las mías tienen un color rojizo de sol); y éstas han emanado un agradable olor para inducir que me despierte.

Ahora estoy muy adolorido pero sé que pronto me recuperaré. Por supuesto, ayuda mucho el trabajo que cada una de las hijas de la luna realizan en este sanatorio. El brebaje de la Sirva Selene es la bebida más preciada de ellas y tiene el mejor efecto regenerador. Sin embargo, esto no me resulta aún para recuperar del todo mi memoria. Una de ellas viene y me cuenta un poco algo de su trabajo. Su piel obscura llama mucho la atención y difiere del que tantas historias se hicieran siglos atrás. Le pregunté al respecto con mucho tacto y con una gran sonrisa me calma para minuto seguido explicarme la historia. Lastimosamente ella no podía visualizar que el Noveno Pergamino se abriera delante nuestro y en misteriosa sincronía, contar la misma crónica.

En la era antigua, después que el Panteón Griego ganase la guerra y justo antes de abandonar este plano, los dioses y las diosas crearon el cinturón de las estrellas para depositar en sus casas bendiciones para sus hijos cuando pasara la carroza de Helios en cada una de ellas. Y a su vez, potenciar según la naturaleza a las hijas e hijos del fuego, del agua, del aire o de la tierra. Selene, la diosa que protegía la gran piedra noctura de la Gaia, tomó particular atención por la casa de la Hidra. Ella tomó un fragmento de esta bestia para engendrar una versión propia de las Ninfas. Hermosas y cazadoras, fueron ellas quienes adiestraron a las Amazonas en la medicina. Cuando la diosa se retiró de nuestro plano, sus hijas resguardaron la Semilla de la Hidra como su mayor tesoro en el templo sagrado de Sicil, ahora en la Selene después de ser perseguidas y cazadas. Desde entonces, su piel es reflejo de la noche y sólo cuando la Selene brilla nocturna, es que demuestran su hermosura.

Abruptamente el pergamino se cierra y las piedras del techo y las paredes colapsan en el pasillo que alcanzo a ver desde mi esquina en la sala de sanación. Todos cesan sus actividades al momento, cual si fuera un hechizo de congelación realizado por la incertidumbre, con un segundo eterno del silencio quebrado al instante por un grito acompañado luego de varios más. Todos me sacuden el alma. Un dolor invade mi pecho, mi alma y sé que en este mismo instante muchas ninfas están siendo asesinadas. Tengo enfrente mío a la misma Drida, ninfa guardiana del árbol, que me toma del brazo y me introduce por lo que parece un pasadizo. "No hay tiempo" me dice y me lanza dentro de una burbuja por el canal de desfogue. "La Gran Ninfa, Choque, dice que busques al Gran Mago del Fuego, Piro" y rato seguido cierra el agujero con raíces.

Voy llorando porque esta historia no tiene fin. No sé en qué rato se me fue de las manos. Qué hice. No es mi culpa pero siento una carga en mi espíritu que de alguna forma habría iniciado una serie de eventos calamitosos.

La burbuja llega flotando hasta el río Tames y se respira una rara calma en este atardecer de niebla en la capital, Londo. Parece no incomodarme la humedad en mis ropas, ni la suciedad del lodo al topar la orilla. Las lágrimas me recuerdan el verdadero pesar.

lunes, 23 de junio de 2008

Con el zorro del principito

No quiero ser domesticado. Me levanté -y muy molesto- con ganas de rutinas y de extrañar esto y aquello. Desayunos y oraciones matutinas. Jornadas y fechas de pago. Abrazos y salidas de cine. Besos y la caricia del amor. Me fui a dormir sin estos síntomas. ¿Cómo pude ser descuidado? ¿En qué instante agarré esta enfermedad?

Estoy seguro que fue la playa. Dicen que el oxígeno allá tiene algo. No es justo que pongan avisos de marea alta o baja, sin advertir al turista del peligro inminente de caer envuelto en la oleada de los recuerdos, más aún cuando ves gente agarrada de la mano, riendo y bailando.

O tal vez no fue la mar. Fueron mis amigos que me contagiaron, los muy ingratos. Hay que cuidarse de ellos, sobre todo cuando anden sin cubrebocas. Deberían al menos ser considerados de guardarse sus gérmenes para sí en vez de pasarte a bocanadas esperanzas, sueños, alegrías, no sé que más males que este mundo tenga.

No. No culpemos a mis dos pasiones: el mar y mis amigos. Ellos ahora pueden tener su conciencia en paz. Nací con un mal congénito de muletas y lenguaje de señas. Hoy me carcomió la impaciencia de echar la culpa al primer incauto porque sentí un dolor a la altura del pecho. Así es la cojera. Así es la sordera. Así es estar circunscrito en un mundo inmortal hasta que la muerte diga lo contrario, lleno de síncopes dolorosos de rutinas.

Volveré esta noche con la precaución de tomar alguna pastilla que a propósito venga a conveniencia para que los síntomas estén largo rato dormidos. Según el zorro del principito, tendré los ojos abiertos y abandonar la dicotomía entre el corazón observante y la realidad inútil.