martes, 12 de octubre de 2010

El Señor de las Sonrisas

Para antes de irse a dormir a la cama. Con mucho cariño, para sus hijas e hijos.

Había una vez, al filo de un acantilado, una gran torre. Al frente de su planicie, se veía una gran muralla de restos de embarcaciones y carretas. Nadie sabía cómo habían llegado ahí pero espantaban a muchos curiosos.

Pocos sabían que dentro de aquella construcción viviría el Señor de las Sonrisas. Desde hace muchos años atrás, venían desde los pueblos más lejanos para que él les diera la sonrisa perfecta. Siempre les recibía con mucha atención tanto a la Reina ostentosa como al niño malcriado. Les regalaba la sonrisa que adornaría mejor según su nariz, su cabello y su olor. Hacía que el niño riera y arrancaba el jolgorio del gordo. La carcajada era la fiesta de gala. La hilaridad se servía en copas de vino. Quien pisara su casa saldría cambiado para toda la vida.

Un día, Lamento y Gemido, buscaron la forma de robarle la sonrisa a un pueblo entero pero descubrieron que nadie podía derramar una lágrima si no era de carcajada contagiosa. Llenos de rabia, buscaron al causante de tal suceso y al descubrir que el Señor de las Sonrisas tenía a esta aldea con tal buen humor, inmediatamente desearon matar su esperanza y alegría.

Se presentaron en su torre con la joya más preciada para que ponga ahí a resguardo su corazón pero desconocían que el Señor de las Sonrisas había ya entregado el suyo y por eso, cuando intentaron engañarle, en grande frustración Lamento y Gemido hicieron retumbar la región con fuertes truenos, temblores y vientos.

No sabemos mucho de dónde sacaba las sonrisas este gran maestro ni a quién habría entregado su corazón. Tampoco por qué una pila de maderos -recuerdo de viejas barcas y carrozas- estarían en la planicie. Una luz encendida se verá siempre desde lo lejos indicando que el Señor de las Sonrisas siempre tendrá una para el viajero que toque a su puerta.

Borja, ésta va para ti. Por la magia que sale de tu rostro.

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